lunes, 26 de mayo de 2014

Sin bonobus

Aquella noche, el balanceo sinuoso de las ramas del árbol de mi ventana me acunaba, pero no era suficiente. El día había sido demasiado abrumador, y las hadas del sueño no querían posarse sobre mis párpados.

Desde por la mañana, cuando el graznido del despertador quiso que dejara de dormir, sentí como algo en mi estómago decía que lo mejor que podía hacer hoy era no moverme de la cama.

La arcada se precipitó, y la resaca golpeó mi cabeza. No recordaba nada de la noche anterior, bebí, fumé, bailé, reí, y creo que también lloré, porque la pintura de mis ojos dibujaba terroríficas líneas en mis mejillas.

No mejoró la cosa con el paso de las horas, ya que en la oficina el sonido de las teclas aporreadas, sonaban dentro de mi cabeza como un martillo en la pared. La arcada vlvió a mi cuerpo, pero esta vez pude retenerla. La hora de la comida se presentó tranquila, no hubo comida, mi estómago solo admitía agua, y un poco de paracetamol, que de momento no había hecho ningún efecto.

Rondaban las 18:00 de la tarde, y para mi sorpresa, el bonobus estaba en casa, tuve que andar lo impensable hasta llegar a casa, con un tacón roto, sin dinero para un taxi, y para colmo hacía demasiado calor. Sentía como el asfalto y los baldosines de la acera se derretían, el suelo parecía ser una alfombra viscosa, que desprendía calor, y que se estiraba más y más, para hacer el camino aún más largo y no poder llegar a casa.

No quise cenar, solo quería meterme en la cama y que acabase este nefasto día de lagunas y asfalto entre vaivenes con martillos y tacones rotos.


Y aquí me encuentro, acunada por las ramas de los árboles, resumiendo la jornada de hoy en apenas trescientas palabras.

*nOe

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