Aquella noche, el balanceo sinuoso de las ramas del árbol de
mi ventana me acunaba, pero no era suficiente. El día había sido demasiado
abrumador, y las hadas del sueño no querían posarse sobre mis párpados.
Desde por la mañana, cuando el graznido del despertador
quiso que dejara de dormir, sentí como algo en mi estómago decía que lo mejor
que podía hacer hoy era no moverme de la cama.
La arcada se precipitó, y la resaca golpeó mi cabeza. No recordaba
nada de la noche anterior, bebí, fumé, bailé, reí, y creo que también lloré, porque
la pintura de mis ojos dibujaba terroríficas líneas en mis mejillas.
No mejoró la cosa con el paso de las horas, ya que en la
oficina el sonido de las teclas aporreadas, sonaban dentro de mi cabeza como un
martillo en la pared. La arcada vlvió a mi cuerpo, pero esta vez pude
retenerla. La hora de la comida se presentó tranquila, no hubo comida, mi
estómago solo admitía agua, y un poco de paracetamol, que de momento no había
hecho ningún efecto.
Rondaban las 18:00 de la tarde, y para mi sorpresa, el
bonobus estaba en casa, tuve que andar lo impensable hasta llegar a casa, con
un tacón roto, sin dinero para un taxi, y para colmo hacía demasiado calor. Sentía
como el asfalto y los baldosines de la acera se derretían, el suelo parecía ser
una alfombra viscosa, que desprendía calor, y que se estiraba más y más, para
hacer el camino aún más largo y no poder llegar a casa.
No quise cenar, solo quería meterme en la cama y que acabase
este nefasto día de lagunas y asfalto entre vaivenes con martillos y tacones
rotos.
Y aquí me encuentro, acunada por las ramas de los árboles,
resumiendo la jornada de hoy en apenas trescientas palabras.
*nOe
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